sábado, 11 de julio de 2020

A propósito del #MeToo. Leyendo "Socorro, perdón", de Frédéric Beigbeder

El  movimiento #MeToo, que ha cristalizado en los últimos años con millones de denuncias de mujeres en todo el mundo sobre el uso de la violencia y el acoso sexual como prácticas no solo toleradas socialmente sino que formaban parte de ciertos ámbitos laborales dominados por élites transgresoras, y que los affaires de Jeffrey Epstein y de Harvey Weinstein podrían ejemplificar, me ha recordado la novela Socorro, perdón, de Frédéric Beigbeder (2007), en algunos aspectos. 

Para quien no la conozca, la novela narra desde la perspectiva del protagonista Octave Parango,  que se confiesa con un sacerdote ortodoxo ruso, contándole sus adicciones peculiares (las jovencitas, casi niñas) y el miedo a envejecer que le acosa. En ese monólogo, entre el sarcasmo nihilista, la autodestrucción y una latente amenaza que emerge según el relato avanza, se retrata el tipo de vida que lleva, como captador de modelos púberes para las pasarelas y el negocio de la publicidad, ubicado en los últimos años en las grandes orbes rusas, en tratos con las mafias rusas con quienes transacciona en este particular “negocio”. Hacia una de estas adolescentes rusas que aspira a ser modelo, Lena, va a sufrir un amor loco, en la estela de Nabokov, convirtiéndose en el seductor seducido.

Una lectura feminista de Socorro, perdón revela cómo se articula el ideario del negocio patriarcal de la moda y la belleza femenina, que vincula prácticas sociales toleradas de cosificación y sumisión de las mujeres, que se materializan en situaciones de explotación laboral y sexual, derivando en ocasiones hasta la esclavitud y la trata.

El protagonista, Octave, señala claramente «las mujeres son mi negocio». Manifiesta «yo abastecía a comedores de lolitas», expresión que usa por la tendencia a buscar el ideal de belleza femenina en mujeres cada vez más jóvenes, casi niñas, y que encubre la pederastia con una pátina de transgresión. Y es una frase indicativa de que, en realidad, el público target de su negocio no son las jóvenes sino los maduros Jeffrey Epstein y congéneres.

Además, este protagonista es consciente del poder de la imagen en la publicidad de los cosméticos femeninos para delimitar el estereotipo de mujer bella: «Señores, nuestro objetivo es simple: que tres mil millones de mujeres quieran parecerse a la misma mujer. Y mi problema es encontrarla». Proporciona una primera autodefinición de su “oficio”, sobre el que proyecta una mirada deshumanizada, metonímica (las chicas no son percibidas como personas, son reducidas a fragmentos corporales: curvas, pechos, perfiles...): “Mi oficio no era un empleo auténtico: “cazatalentos”, hasta el nombre es penoso. Me pagaban por buscar a la chica más hermosa del mundo…Mi futuro profesional dependía de algunas medidas, de un contorno de pecho, de una curvatura pronunciada o de un perfil travieso”.

Se refleja cómo los hombres poderosos exhiben a sus acompañantes femeninas como sus trofeos o como si fueran sus perros, como una prolongación de su poder económico, desvelando un proceso de animalización de las mujeres que busca asentar simbólicamente la superioridad del hombre sobre mujeres y animales: “En aquella época en que la mujer bonita se había convertido en un trofeo, algunas veladas se parecían a concursos de teckels: el premio era para quien luciera en brazos al perrito más mono. Los hombres comparaban los cuerpos de sus acompañantes, el color de sus ojos, el olor de sus cabellos y la longitud de su correa”.

Son élites masculinas quienes construyen los ideales y cánones de belleza por los que se rigen las mujeres. Octave identifica sarcásticamente el canon racista, pero no el sexista. Describe a las chicas rusas como la mejor materia prima para su negocio, las califica como la verdadera industria nacional rusa, porque, señala, reflejan en su físico ario la sumisión, la pobreza, la palidez...

Ése es el oficio de Octave, suministrar «modelos kleenex» (como las denomina) a la industria, por ello las reduce a objetos. Debe captar a las más jóvenes, verificadas por sus medidas, reducidas a la fachada física, a la fotogenia potencial, a los estándares de belleza corporal predefinidos: “Me había convertido en un controlador de querubines…No conocía mujeres: las verificaba. Siempre tenía que someter a las mujeres a una batería de test, una auténtica lista de chequeo, como un piloto de avión que inspecciona su aparato”.

Una vez ha entrado en materia, en un monólogo que es confesión y exculpación a la vez, llega la consciencia –cínica- de la violencia sexual, aunque hace lo posible por atenuarlo; la prerrogativa de la violación hacia las mujeres es también un elemento subyacente del entramado constituyente de la identidad masculina de las élites en el poder: “Debo llegar a la confesión que me fastidia y que postergo desde hace meses. Aquí está: antes de conocer a Lena, violé a doce jovencitas en un año. No ponga esa cara: sólo es una por mes... Ya sabe, en nuestros oficios artísticos, se adquieren enseguida determinadas costumbres

Con una anticipación de una década a la explosión del MeToo y la visibilidad de una violencia sistemática y soterrada, el protagonista de la novela cuenta su método, muy cercano a lo testificado por las  mujeres víctimas de agresiones de Epstein o Weinstein, lo que da cuenta de su carácter estructural. En su caso es prepararlas para fotos de seducción. Su coartada es que todo el mundo (fotógrafos célebres que cita, pintores reconocidos) lo hace, y que ellas –dice- aceptan esa servidumbre sexual como parte de su trabajo: “El look porno estaba en el aire de los tiempos, jugar la carta de lo sexy no equivalía a prostituirse, todas las estrellas han pasado por eso... La justificación artística autorizaba todas las experiencias”.

Una coartada artística que, a su entender, atenúa el chantaje sexual, pero también cuenta con su impunidad y la protección de matones, llegado el caso. Y asoma la trata de mujeres, el verdadero negocio. Octave descubre el subtexto de género de este negocio y esta violencia ancestral: “Confieso que yo llevaba bien mi business. Aportaba beldades para las orgías de la nueva nomenclatura y a cambio mis amigos de las altas esferas me ofrecían seguridad e impunidad”.

Además de la trata de mujeres con fines de explotación sexual, aparecen en el relato otros dos yacimientos de explotación de mujeres: granjas con chicas jóvenes destinadas a la producción de lágrimas y de leche materna. Es cuanto menos insólita la forma que tiene Octave de naturalizar en su relato también estas dos “fábricas”, sin la menor empatía o comprensión del sufrimiento de las mujeres, relata las torturas a las que se somete a las chicas para que «produzcan lágrimas». Porque, explica Octave, las «lágrimas de sumisas» son un producto raro y caro, de propiedades afrodisíacas, ingrediente culinario o de cócteles, y debe asegurarse el sufrimiento de «la llorona».

Si en vez de nihilismo, trasgresión cómplice y elitista, y homenaje a Nabokov, entre otras deudas literarias, encontrásemos algo de denuncia, visibilidad, empatía…

 

NOTA: Buena parte está tomada, con modificaciones, del epígrafe “Seducción,  el lucro patriarcal del sexo. Socorro, perdón (Frédéric Beigbeder): las mujeres son mi negocio”, de Eva ANTÓN FERNÁNDEZ (2018) Género y naturaleza en las narrativas contemporáneas francesa y española. Ediciones Universidad de Valladolid.