viernes, 24 de agosto de 2018

Visionarios girasoles ciegos


Un día como hoy en el que (por fin!) se actúa para desalojar al dictador del mausoleo construido en buena parte por el trabajo de esclavitud de presos republicanos vencidos, propongo releer este libro. Quizá porque parece hablar de derrota, pero para mí que estos relatos aportan mucho más, proponen bucear en los ángulos de la memoria histórica y escarban en realidad de elecciones éticas que suponen de facto un cuestionamiento de la masculinidad hegemónica. De los cuatro relatos de Alberto Méndez (Madrid, 27 de agosto de 1941 - Madrid, 30 de diciembre de 2004) contenidos en Los girasoles ciegos, se dice que es una memoria de los derrotados. La derrota vertebra los cuatro relatos desde su presencia en los títulos y, sobre todo, porque sus protagonistas (todos hombres, una vez más) vivifican derrotas del arquetipo del guerrero y porque con su posición ética en realidad suponen derrotas de los pilares de la masculinidad hegemónica que se asientan en este arquetipo. Ficción masculina, sí, pero crítica con la masculinidad.

En el primer relato (“Primera derrota, 1939, o Si el corazón pensara dejaría de latir”), el capitán franquista Carlos Alegría, que desafía los códigos castrenses en varios momentos, se entrega el mismo día (1 de abril de 1939) en que se proclama la victoria franquista, bajo el grito ¡Soy un rendido!, al bando republicano, porque no quiere formar parte de la victoria. Es condenado a muerte por traidor y fusilado al amanecer, aunque sobrevive al fusilamiento (como el Sánchez Mazas de Javier Cercas en Soldados de Salamina, pero qué distintas las dos obras de ficción y sobre todo las elecciones éticas de sus personajes). Parece que la renuncia del capitán Alegría al privilegio de la victoria por su dimensión compasiva es un buen ataque a los cimientos de la masculinidad hegemónica: ser un ganador, ser fuerte, ser agresivo y respetar las normas y jerarquías castrenses.

En el segundo relato, (“Segunda derrota, 1940, o Manuscrito encontrado en el olvido”), se basa en el hallazgo en la posguerra española de un manuscrito junto a los cadáveres de un joven, un bebé y una vaca. El manuscrito, un cuaderno de hule escrito a mano por un joven poeta republicano huido, cuenta los últimos meses de su vida, escondido en la braña durante el invierno de 1940. Su joven compañera Elena acaba de morir de parto y él se encuentra huyendo, escondido y aislado en un paraje montañoso, sin alimentos, y sin posibilidad de ayuda. En esos pocos meses en que sobrevive surge una básica hermandad con una vaca, con cuya leche alimenta al bebé y que les proporciona calor. Los tres conforman una peculiar familia. Cuando la cadena de cuidados mutuos falla, la supervivencia es imposible. Cuidados, interdependencia y relación interespecie, paternidad… Nuevo desafío a los códigos patriarcales.

En el tercer relato (“Tercera derrota, 1941, o El idioma de los muertos”), el médico prisionero republicano, Juan Semra, gana tiempo (y vida) en el interrogatorio del tribunal militar con una mentira sobre su coincidencia en la cárcel con el hijo del coronel franquista que le interroga. Con sus hábiles mentiras crea un perfil de héroe del hijo para el coronel, y mientras, sobrevive en los juicios sumarísimos de los falsos tribunales franquistas, entre fusilamientos de sus compañeros de prisión. El fusilamiento de un joven compañero, Eugenio, le despierta del sueño de la sumisión y decide contar la verdad del hijo, un renegado, ladrón y cobarde, sabiendo que le acarreará la muerte. Este mago de la palabra y la mentira elige en última instancia la verdad desnuda, desafiando de nuevo el código de honor bélico.

En el cuarto relato (“Cuarta derrota, 1942, o Los girasoles ciegos”), narra un acoso sexual desde tres puntos de vista:  el del diácono, el Hermano Salvador, que se confiesa por cata a su confesor episcopal relatando su “pecado”; el de Lorenzo, un adulto que se recuerda con siete años, cuando vivía con su madre, Elena, y con su padre escondido en un armario, y que rememora el acoso de su profesor, el Hermano Salvador, hacia su madre; y el de un narrador omnisiciente que va a relatar los hechos. Perspectiva narradora múltiple, en la que falta la voz de la mujer, Elena, o una perspectiva centrada en ella.

El diácono escribe su carta exculpatoria echando la culpa de su caída en el pecado de la carne a Elena, ya que en tanto que mujer es descendiente de la Eva bíbilica y es la que con su sola existencia provoca su caída. El pecado es la Naturaleza de la mujer. Sus palabras (Reverendo padre, estoy desorientado como los girasoles ciegos. A pesar de que hoy he visto morir a un comunista, en todo lo demás, padre, he sido derrotado…) dejan al descubierto con que lo que ha visto socavado es su estatus de género. Como vencedor, como superior física, moral y políticamente (y genéricamente) creía que le correspondía esa mujer como botín de guerra y esperaba pasividad y sumisión. Pero el relato evidencia la sucia ficción patriarcal que culpabiliza de antemano a la mujer que va a sufrir una agresión sexista. Desde la ficción, Alberto Méndez desafía de forma compleja y ramificada algunos de los mandatos de género de la masculinidad tradicional.

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