Suele señalarse la génesis del género y el pensamiento utópico en la modernidad con la obra Utopía, de Tomás Moro, en la que se dibuja un lugar que no existe (ou-topos) pero que es mejor.
Este término ha germinado para designar la creación ficticia de mundos alternativos y perfectibles, configuración que implica analizar críticamente las sociedades existentes o algunos de sus componentes.
Caracteriza a la utopía su potencial crítico y su estímulo para la acción al plantear horizontes de cambio social, aportando propuestas y visión esperanzada, factores movilizatorios ambos que llaman a transformar esos mundos imposibles en posibles, como señaló Paco Fernández Buey y como, inspirado en su obra, sintetiza Santiago Álvarez: “Utopía que combina crítica y alternativa, que guía la praxis y la orienta hacia ella” .
La utopía cartografía un
territorio desde el pensamiento ético y político, tendiendo puentes entre lo
que es, lo que debe ser, y cómo debe ser, resume Alicia H. Puleo.
Tres siglos y medio más tarde de la invención de esa isla ideal que Tomás Moro situó en un lugar indeterminado de América del Sur, el filósofo John Stuart Mill se sirvió en un discurso parlamentario, en 1868, de una palabra nueva, distopía, para referir hipotéticas consecuencias negativas en el futuro de circunstancias presentes sujetas a debate .
Etimológicamente, su significado destaca esa
condición de “lugar no deseable” (del griego dys, «malo», y topos,
«lugar»). Es conocido que el Diccionario de la Real Academia Española introdujo
este término en 2014 tras la presentación formulada por el académico y escritor
José María Merino, definiéndolo como «representación ficticia de una sociedad
futura de características negativas causantes de alienación humana» y señalando
su procedencia etimológica del latín dystopia,
y este del griego dys y utopia.
Así pues, la distopía se presenta como el revés de la utopía, como la anti-utopía. Se trata de relatos que anticipan mundos futuros en los que las pesadillas del imaginario colectivo del presente se han hecho reales.
Proyectan sociedades indeseables o derivas catastróficas producidas por tendencias o factores ya insertos en las comunidades de las que surgen, y que conllevan deshumanización, alienación, degradación moral y pérdida de valores como la libertad y la dignidad, como recordaba Fernández Buey.
El enfoque narrativo es un elemento sustancial, al aportar coherencia formal y semántica, tanto desde la visión pesimista y catastrófica que escenifica, la crítica del presente que comporta, los atisbos de resistencia, individual o colectiva, que desprende, junto a otros elementos de formato y retórica. Entre ellos, sobresalen los juegos de intertextualidad (e interdiscursividad) con referentes ficcionales literarias, cinematográficas, televisivas, etc.
Frente
al sueño de perfección social, de lugar bueno por construir, que suelen
representar las utopías, las distopías
literarias se manifiestan como una “literatura política”, a decir de López Keller, que revela los temores
del devenir de una sociedad que ha perdido valores fundacionales.
El género distópico, integrado con características propias en la ciencia ficción, despega en el s. XIX, época del surgimiento de los movimientos emancipatorios internacionalistas y el asentamiento de la creencia en la ciencia como motor del progreso. Encuentra un desarrollo especial en la literatura, cine, televisión y cómic en el siglo XX de procedencia anglosajona y norteamericana, especialmente a partir de la II Guerra Mundial y décadas siguientes, si bien en la actualidad ya está extendida al conjunto de la cultura occidental.
Sus constituyentes,
capaces de reflejar incógnitas y desconfianzas del imaginario social, demuestran
su conexión con la cultura de masas, constituyéndose como una forma narrativa
específica capaz de concienciar sobre peligros y amenazas que acechan, desde la
perspectiva de sus autores y autoras, a la civilización occidental, a la
humanidad o al planeta.
Por ello, las distopías clásicas han mostrado de formas diversas sociedades piramidales, totalitarismos implícitos o explícitos, variantes del dominio tecnológico, diferentes formas de esclavitud de una humanidad volcada en la compulsión consumista o en un hedonismo adormecedor. Han presentado bajo múltiples relatos la destrucción de la civilización mediante catástrofes derivadas del mal desarrollo humano, pandemias, holocaustos nucleares; han prefigurado invasiones extraterrestres; han escenificado mundos post-apocalípticos, mundos alternativos planetarios...
Aunque cualquier selección es limitada, se suelen destacar como las más conocidas, consideradas fundadoras del género distópico: Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932), 1984 (George Orwell, 1949) y Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953). El público interesado dispone de numerosa bibliografía especializada para acercarse y profundizar en la abundante producción distópica, sea literaria o cinematográfica.
Frecuentemente se ha catalogado al conjunto de la obra de ciencia ficción, entre ella la distópica, como orientada al público masculino y tecnófilo. Algunos estudios de la crítica feminista, como los llevados a cabo por Sara Martín Alegre y Anabel Enríquez Piñeiro, critican el canon masculinizante y revelan la producción no siempre conocida por el gran público de autoras y, menos aún, de distopías feministas.
A pesar de que la ciencia ficción moderna tiene una “madre fundadora”, Mary Shelley, autora de Frankenstein (1818), generalmente la única autora que incluyen las listas canónicas es Úrsula K. Le Guin a la que se ha añadido recientemente, debido al éxito de la serie televisiva homónima, El cuento de la criada, de Margaret Atwood.
Señala Martín Alegre que “las grandes novelas de ciencia ficción en
inglés escritas por mujeres han llegado sólo a partir de los años 70, bajo el
efecto de la segunda oleada feminista”. Como, por
otra parte, apunta Ángela Sierra, la utopía feminista literaria aporta unas
temáticas propias, entre ellas, la superación de la jerarquía de género, el
cuestionamiento del lugar de las mujeres en la sociedad, la ruptura de
estereotipos y roles y, fundamentalmente, la afirmación de la emancipación de
las mujeres, horizonte regulativo de origen ilustrado.
Sara Martín Alegre plantea el carácter troncal de las relaciones humanas, sobre todo entre los géneros, en las novelas de las autoras de ciencia ficción, como desvío del interés en lo científico y lo tecnológico. Cabe añadir otros elementos, detectados al menos en las distopías de autoras analizadas en otros trabajos: la empatía y cuidado hacia la Naturaleza viva no humana, en especial hacia los animales, junto a la confianza en una evolución democrática que dibuje unas sociedades menos violentas y coercitivas, con Estados que, aunque presentan distintos grados de corrupción, han extendido los derechos más allá de los humanos, con soluciones compasivas hacia animales y otros seres, reconociendo la interdependencia mutua y la vulnerabilidad propia y ajena.
La filósofa Alicia H. Puleo ha afirmado que “el ecofeminismo es la utopía de las utopías ya que busca una sociedad que supere todas las dominaciones, incluyendo las de sexo, clase, raza, opción sexual, especie y cualquier otra diferencia que sea utilizada para legitimar la injusticia y la opresión”.
A las preocupaciones recurrentes de la tradición distópica y, en general, de la ciencia ficción (totalitarismos, dominio tecnológico, destrucción de la civilización, catástrofes, mundos post-apocalípticos, mundos alternativos planetarios, etc.), desde el ecofeminismo crítico se añaden otras interpelaciones, relativas a las relaciones de género, con los animales y con la Naturaleza.
“El ecofeminismo es una utopía en evolución y ya en marcha”, recuerda Alicia H. Puleo, a la vez que alerta sobre las muchas utopías y sus horizontes regulativos que no integran a las mujeres en clave de igualdad.
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