Escribe Alicia H. Puleo en Ecofeminismo para otro mundo posible (Cátedra, 2011): “Las mujeres no somos mera carne ni tampoco sombras desencarnadas (...) La mirada ecofeminista sobre el propio cuerpo –nuestra naturaleza interna- nos invita a evitar agredirlo innecesariamente”.
Unas
palabras que sirvan como pórtico para una lectura ecofeminista de textos literarios escritos por mujeres que abordan desórdenes alimentarios.
Muchas
narraciones, pasadas y actuales, han reelaborado el tema de los trastornos
alimentarios, voluntarios o involuntarios. Recordemos, por ejemplo, la novela Hambre (Sult,
1890), del escritor noruego Knut Hamsum, Premio Nobel de Literatura en 1920, o
el cuento de Kafka, “Un artista del hambre” (1924).
En el caso de la narrativa francesa es destacable,
por ejemplo, el crudo testimonio autobiográfico del infierno interior (llegó a
pesar 31 kilos) que la jovencísima escritora Valérie Valère relata en su libro Diario de una anoréxica (Le Pavillon des enfants fous, 1978). Por
su parte, Geneviève Brisac se sirve de la primera persona para narrar el
sufrimiento de la joven anoréxica Nick en Petite
(1996).
La
novela Voraz (Vorace, 2007), primera novela de la escritora francófona belga
Anne-Sylvie Sprenger, se construye en torno a la bulimia de la protagonista y
la anorexia de su novio. Es la protagonista, Clara Grand, quien mediante el
relato en primera persona indaga en las causas, manifestaciones y consecuencias
de su bulimia, descubriendo finalmente que es la respuesta patológica a las
violaciones que sufrió por parte de su padre cuando era niña. En Clara Grand,
el cuerpo actúa como corrector de la consciencia y su pulsión de comer y
vomitar se conforma como una estrategia de purificación del inconsciente, como
un intento de expulsar la imperfección, lo ajeno, lo extraño, en última
instancia, la invasión totalizadora producida en la violación de la niña por el
padre.
También
en Nada se opone a la noche (Rienne s´oppose à la nuit, 2011), de la
escritora francesa Delphine de Vigan, tras la anorexia de la protagonista,
Lucile, madre de la escritora, se esconde un caso de violación e incesto en la
infancia (fue violada por su padre). Precisamente la primera novela de Delphine
de Vigan, Días sin hambre, (Jours sans faim, 2001), publicada bajo
el seudónimo de Lou Delvig, enfocaba desde una perspectiva autobiográfica el
adentramiento en el sufrimiento de una anoréxica de 19 años que llega a estar
radicalmente enferma (llega a pesar 30 kilos), pero logra afrontar su recuperación
como proceso desde el cual empieza a recuperar su vida, por lo que se puede
decir que es una novela de iniciación, de aprendizaje o autodescubrimiento, una
bildungsroman.
La
anorexia nerviosa aparece sutilmente, en tanto que no es explícitamente nombrada,
en la joven madre que protagoniza el cuento “Aún aquí” (en Zoo, de Marie Darrieussecq, integrado en el libro de relatos Zoo, de 2006), cuyo deseo de adelgazar
después del parto y su puesta en práctica de regímenes extremos le conducen a
la inanición, a la práctica aniquilación física y psicológica, a resultar
invisible para quienes le rodean. Y lo trata Amélie Nothomb, en Biografía del hambre (Biographie de la faim, 2004)
Amélie
Nothomb rememora su viaje a través de la anorexia, en Biografía del hambre (2004), un relato retrospectivo y
autobiográfico. La narrativa que recrea memorias infantiles, literatura de
iniciación, de formación o autodescubrimiento, revela un contraste entre la
mirada infantil y la de la persona adulta, que es quien enfrenta la narración,
lo que se observa también en otras novelas autobiográficas de Nothomb. La
Amélie adulta, la voz narradora, proporciona en Biografía un relato del proceso de la anorexia abordado desde su
subjetividad y su consciencia, es decir, desde su interpretación, enmarcado en
vivencias, experiencias y consecuencias, por lo que resulta esclarecedor de la
relación causal que, en ocasiones, los trastornos alimentarios mantienen con
procesos psicológicos, en especial con psico-mandatos de género, y con fases
claves de desarrollo evolutivo psicológico y corporal, como las que conlleva la
adolescencia. Además, como en otros ejemplos narrativos de anorexia y bulimia
en las mujeres, coadyuva otro factor desencadenante: las agresiones sexuales.
Amélie
Nothomb comienza su relato en Biografía
destacando el papel del hambre como motor de la humanidad, dado que fuerza el
trabajo humano, su búsqueda y su experimentación, para conseguir saciarlo,
definiéndose como paradigma de “hambrienta”: aclara que se trata de “hambre”
tanto en sentido literal como, sobre todo, metafórico: esa actitud activa de
búsqueda se configura como la necesidad de llenarse de contenido, de
referencias, de configurar su identidad. Ese “hambre” dual, físico e
identitario, se constituye en el eje isotópico, según la conceptualización del
semiótico estructuralista Greimas, que determina semánticamente la coherencia
textual del relato autobiográfico.
Dos
de los sucesos que narra, una agresión sexual y una visita cultural, le despiertan con una “lectura de género”. La agresión sexual tiene lugar
en una antigua estación termal de Bangladesh, dentro del mar, a manos de cuatro
jóvenes a quienes no ve hasta que salen del agua, pero que le causan un gran
dolor físico y psicológico. Una violencia que le fuerza a afrontar algo que
había evitado: su pertenencia sexual: Amélie es una chica, su cuerpo es o será
(está condenado a ser) un cuerpo de mujer. Y en esta ocasión, comprueba un
efecto de la agresión sexual, una reacción: siente que ha perdido su gran
capacidad mental. Se diluye esa capacidad cerebral, la inteligencia, que le
proporcionaba estatus masculino, reforzado mediante el vínculo con su padre, el
éxito escolar y el liderazgo diferencial entre sus compañeras. Unos chicos, colectivo del que se
sentía una “igual”, que le han recordado que, biológica y socialmente, es la
“otra”, en el sentido aportado por Simone de Beauvoir, una mujer.
El
segundo acontecimiento es el impacto que le causa la visita familiar al Templo
de la Diosa Viva, en la que descubre el rito religioso en torno a una niña que
vive encerrada en el templo, donde es alimentada por los monjes.
Únicamente sale de esa reclusión un día al año, en procesión, jornada en la que
es adorada como una diosa, el resto del tiempo permanece encerrada. Así,
transcurre toda su infancia, hasta los doce años; cuando cumple esa edad,
pierde ese estatus de diosa, es expulsada del templo, y ya solo es una “niña
gorda e inútil”.
Tradición
que continúa vigente desde hace 700 años. Solo un día al año los nepalíes pueden adorar personalmente a la
niña virgen. Después, nadie puede hablar con ella ni fotografiarla. Y así será hasta que tenga su primera
menstruación, y otra niña virgen la sustituya. La diosa Kumari es elegida entre
las niñas preadolescentes de la comunidad Newari, predominante en el valle de
Katmandú. Al ser una creencia de origen budista e hinduista, sacerdotes de
ambas religiones y un astrólogo certifican que la virgen seleccionada tiene los
32 lachhins –atributos físicos y
psicológicos, como Buda– que se esperan de ella y que su horóscopo concuerda
con el del jefe del estado. Esta centenaria tradición viola leyes del derecho
internacional, como la Convención de los
Derechos del Niño o la Convención
para la Eliminación de Toda forma de Discriminación Contra la Mujer
(CEDAW), de las que Nepal es estado signatario. De hecho, la 13ª sesión del
CEDAW de 2004 ya señaló que la práctica discrimina a la mujer y recomendó al
gobierno de Nepal medidas para su erradicación (“La soledad de las diosas
kumari”, El País.25.04.2014).
Amélie
tiene doce años cuando la visita y el impacto es tremendo, se ve reflejada como
en un espejo. Ella también, diosa destronada, sólo es una niña de doce años. Su
rechazo hacia su cuerpo (que le “condena” a ser mujer, la “otra”) continúa
también: el cuerpo es visto como un territorio ajeno, comienzan las
auto-agresiones. Siente ya que la interpela la presión social sobre la belleza
femenina. Y se ve reducida a la mirada heterodesignada, que percibe a las
mujeres como cuerpos, lo que le implica un descenso en el estatus de género que
también refiere, por eso intenta acotar, en lo posible, esta invasión corporal.
A
los trece años y medio inicia la anorexia como una estrategia dirigida a hacer
valer su voluntad, su poder mental, sobre su cuerpo y las necesidades
corporales, entre ellas, el hambre, a la vez que le sirve para refrenar su
repudiada feminidad. Detiene la transformación corporal propia de la
adolescencia femenina y se aleja simbólicamente del ejemplo de la diosa niña
nepalí, adorada mientras se mantiene sumisa, cuya trampa de sumisión patriarcal
se materializa mediante la comida.
Se
produce por tanto el desdoblamiento mente/cuerpo; el cuerpo es observado como
algo ajeno. El personaje anoréxico escribe obsesiva y desesperadamente sobre su
cuerpo, se observa, se vigila, es verdaderamente el “carcelero” de su propia
naturaleza interna.
A
los diecisiete años, y ya en Bruselas, asiste a la Universidad. Comienzan sus
estudios de literatura e inicia una práctica habitual de escribir, basada en la
autoindagación. Amélie es consciente del papel salvador desempeñado por
la literatura, en su doble vertiente de lectura y escritura. El proceso de
escribir sobre sí misma le ayuda en su búsqueda identitaria y, además, le
devuelve el componente intelectual que creía ya perdido y que se transmuta en
una segunda piel. Mediante la escritura inicia una mirada interior, reconciliando
mente y cuerpo. Ahora es consciente de que ella también es su cuerpo.
Como
señala Alicia H. Puleo: “Nuestros cuerpos
son esa naturaleza interna con conciencia de sí gracias a la que existimos
formando parte del tejido de la vida. Los seres humanos somos cuerpos”.
NOTA: Este abordaje es desarrollado más ampliamente en el epígrafe “Desórdenes alimentarios como lenguajes del cuerpo”, de Eva ANTÓN FERNÁNDEZ (2018) Género y naturaleza en las narrativas contemporáneas francesa y española. Ediciones Universidad de Valladolid.
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